Aprender para avanzar
La Argentina es testigo de un recurrente debate de ideas en torno al tamaño de su sector público y a las facultades que el Estado tiene o deja de tener respecto de múltiples aspectos de la vida de las personas. No constituye ninguna novedad decir que nuestro Estado tiene características deformes, se ocupa mal de muchas cosas que no deberían constituir su prioridad, y ha abandonado otras esenciales; ha sido colonizado políticamente en muchas áreas, ha renunciado en muchos casos al apoyo profesional disponible, como en el caso de la política exterior, arrastrando a la nación a posiciones vergonzantes. En síntesis, esta degradación estatal lesiona la legitimidad democrática y sintetiza lo peor de nuestra cultura política.
El debate en torno a la burocracia pública no puede ser tratado a la ligera. Alrededor de ese debate se juegan los conceptos de libertad, justicia, competencia, privacidad, poder, etc. Las respuestas pendulares, habituales en la Argentina, no han dado buenos resultados, y asociar “la libertad” a la falta de intervención pública es una ligereza. Sin ir más lejos, podríamos preguntarnos si la educación pública obligatoria aumenta o disminuye los niveles de libertad.
Quienes creemos que el ideario de la libertad no es una moda, pensamos que este tema debe atenderse con rigor y con sentido propositivo, porque en él se juega la gobernabilidad y con ello el futuro del país. Estoy del lado de los que creen que enfrentamos un agotamiento terminal de nuestro modelo de sector público agregativo. El Estado como “máquina de hacer favores”, está roto, es imposible de financiar, constituye un fraude en término de derechos, es predatorio respecto de las actividades productivas y, lo que es peor, diluye las posibilidades de gestionar desde el mismo los aspectos de la vida social que necesariamente requieren su concurso (como la seguridad o la salud pública).
Nota de opinión completa de Fabio Quetglas en La Nación